Tres días en Madrid. Tres días con las palabras. Segunda jornada. Flanqueada por la iglesia de los Jerónimos y con una vista privilegiada sobre el Museo del Prado, la sede actual de la Real Academia Española, en su sobriedad clasicista, nos recibe por la entrada de los académicos. Comienza la primavera en Madrid y los históricos percheros asignados a cada académico descansan. Nada más descansa en la sede académica. El salón de plenos está dispuesto para la sesión de los jueves y las comisiones trabajan a pleno rendimiento. 
Nos reciben con cordialidad Darío Villanueva y Francisco Javier Pérez, director de la RAE y de
la Asociación de Academias de Lengua Española, respectivamente, y valoran la divulgación de la actividad académica que hacemos en esta humilde Eñe. Nos invitan a recorrer las estancias de la sede académica, donde nos espera aquello de «Limpia, fija y da esplendor». Nos sorprenden las pequeñas cabezas de terracota con los rasgos de los personajes cervantinos que sirvieron de referencia para el concurso de ilustradores del Quijote para la primera edición académica de nuestra novela universal.
Nos emociona la extraordinaria biblioteca de la casa, que empezó a reunirse en 1713 con el objetivo de atesorar las obras de los autores que los primeros académicos habían considerado como autoridades para ejemplificar el uso de las palabras incluidas en el Diccionario de autoridades, primer diccionario académico. En ella se custodian joyas de nuestra cultura, como el manuscrito de las Etimologías de san Isidoro, del siglo XII, códices de Gonzalo de Berceo, primer poeta de nombre conocido de la lengua española, y del Libro de buen amor, y primeras ediciones de los clásicos españoles, miles de volúmenes que nos invitan a perdernos entre sus páginas. Yo me hubiera perdido con gusto, ya lo saben ustedes bien, pero los pasillos de la Casa de las palabras me reservaban todavía una sabrosa sorpresa, que dejo como ñapa para una próxima columna.
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Como saben ustedes, tengo el honor y la responsabilidad de ser miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua y correspondiente de la Real Academia Española. Miembro, que no *miembra. Miembro, según el DRAE, aparte de otras acepciones en las que más de uno estará ya pensando, es el ‘individuo que forma parte de un conjunto, comunidad o corporación’.
Una sola palabra que lleva a más de una confusión con su género gramatical. Se trata de un sustantivo epiceno, que designa un ser animado con una forma única, indistintamente del sexo. Cada sustantivo epiceno tiene su propio género gramatical. Los hay masculinos (miembro, personaje) y femeninos (persona, víctima). Y un epiceno masculino puede referirse a un hombre o a una mujer (Irene Pérez Guerra y Margarita Haché son miembros de número de la Academia); y, claro, un epiceno femenino también (La víctima, un conductor joven, sufrió varias lesiones).
No podemos olvidar nunca que, aunque los referentes tengan un sexo determinado, la construcción de la frase no se hace en relación con ellos, sino en relación con el género gramatical de las palabras. Si el epiceno es masculino, aunque su referente sea una mujer, la concordancia tiene que ser en masculino, y viceversa; serán, por tanto, el miembro elegido, aunque sea una mujer, y la víctima rescatada, aunque sea un hombre. Es verdad que el uso ha extendido la utilización de algunos epicenos como comunes en cuanto al género. Es lo que sucede cuando utilizamos la construcción la miembro de la Academia. Sin embargo, no ha sucedido lo mismo con otros epicenos; no usamos *la personaje, *el víctima, ni mucho menos *el víctimo, *el persona, ni mucho menos *el persono. Y todavía no he oído a nadie rasgándose las vestiduras por ello. Aunque cosas veredes…
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Ayer, 19 de septiembre, cumplió años el escritor y académico dominicano Federico Henríquez Gratereaux. Académico de la lengua, la domina con la maestría de los clásicos. Es miembro de número en la Academia Dominicana de la Lengua, el segundo por antigüedad. Para mí siempre será el académico que me recibió en la Academia el día de mi ingreso como miembro de número.
Soy lectora de sus novelas y, sobre todo, de sus artículos y admiro incondicionalmente su verbo erudito, ese que es capaz de citar de memoria y, aparentemente sin esfuerzo, autores y obras, versos y anécdotas. Esa capacidad, inconcebible para los que nos hemos formado en una escuela que desprecia la memoria, me admira en cada conversación, en cada asamblea académica.
Y admiro también su presencia humana, su amor y orgullo por su familia. Las letras dominicanas han ganado con su figura y con su dominio de la pluma. Le deseo a don Federico muchos años más de vida, por su bien y por el nuestro.
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