El fragor léxico de Carpentier


Cuando hace ya algunos años estudiaba literatura hispanoamericana en la universidad descubrí, echando mano de muchos diccionarios, la extraordinaria variedad y riqueza del vocabulario del español en América. En los diccionarios las palabras nos hablan de una en una pero en la buena literatura y en la vida real su fragor es ensordecedor.

He rencontrado ese expresivo fragor léxico entre las páginas de El recurso del método[1]del magistral cubano Alejo Carpentier. Entre otras infinitas razones, doy gracias a la vida por haberme traído a América por largo tiempo y haberme permitido sumergirme en el español  América casi como si fuera propio.

Comparo ahora las recurrentes visitas al diccionario cuando en mis años universitarios leí por vez primera a Carpentier con la lectura fluida del que siente que le hablan en su lengua cotidiana. Si he perdido en extrañeza he ganado en profundidad, en ritmo y en evocación.

Domina Carpentier las palabras como pocos. Las engarza una a una hasta convertirlas en un torrente inagotable. Juntas van brillando como no lo hacían por separado y como en un acto de magia se van tiñendo unas de otras hasta crear un color desconocido pero, al mismo tiempo, añorado.

Todo lo contrario al lenguaje vulgar, desgastado, manoseado y pervertido a que algunos, como el dictador de la novela de Carpentier,  nos tienen acostumbrados.

«El vocabulario, decididamente, se le angostaba. Y tenía un temible adversario delante, un tercio del Ejército soliviantado, y habría que hablar, y notaba el exasperado orador que estaba afónico, sin idioma –que ya no disponía de palabras útiles, dinámicas, estimulantes, porque las había malbaratado, les había mellado el filo, las había puteado, en despreciables escaramuzas indignas de tal despilfarro».[2] Carpentier, Alejo, El recurso del método

Nada de eso le sucede a las palabras del novelista cubano. Como muestra, la esplendorosa referencia a la arquitectura gótica de su descripción de una visita a Notre-Dame de París.

«Y el gótico se le había alzado, a ambos lados, en arquerías y vitrales, con una revelación insospechada: al lado de esto, toda arquitectura le parecía elemental, pegada a la tierra, enraizada, harto ctónica, aun en sus expresiones más sometidas a Códigos de Proporciones y Reglas de Oro. Esta edificación lanzada hacia arriba, exaltación de la verticalidad, locura de verticalidad, le minimizaba los  frontones del Partenón que no eran, en sumo, sino una versión trascendida, sublimada, del techo de dos aguas de la choza arcaica, con la columna acanalada que era transfiguración, en forma regida por módulos, del horcón –cuatro troncos, seis troncos, ochos troncos- que sostenían los dinteles, vigas de cedro, de los rústicos portales campesinos. (…) Aquí en cambio la arquitectura se hacía invención, ocurrencia, creación pura, en un  nunca visto aligeramiento de materiales –ingravidez de la piedra-, con nervaduras que nada debías a la estructura del Árbol con los soles propios de sus rosetones prodigiosos: Sol de Norte, Sol del Sur. Entre dos soles se hallaba el contemplador del crucero, preso entre los rojos de un encendido poniente y la grave y mística sinfonía de los vidrios boreales.  (…) Todo el misterio del nacer, del morir, del eterno renacer de la vida, del paso de las estaciones, se encontraba en línea recta, imaginaria, invisible, tendida entre los dos círculos centrales de las inmensas luminarias, abiertas en un magníficat de estructuras desprendidas del suelo, como colgadas, sin peso, de sus campanas y gárgolas».[3]

En ese París que le ha servido de huida y de refugio de la inclemente realidad del trópico, el dictador se enfrenta a la muerte desde un chinchorro instalado en su recámara, una muerte que ha perdido su grandeza libresca para convertirse en su último refugio:

«Pienso en la muerte, como siempre que me despierto. Pero ya no tengo miedo a la muerte. La recibiré a pie firme, aunque me doy cuenta, desde hace tiempo, que la muerte no es combate ni agón –mera literatura- sin entrega de armas, vencimiento aceptado, ansias de sueño para burlar un dolor siempre posible, siempre amenazante (…)».[4]

[1] CARPENTIER, Alejo, El recurso del método, Madrid, Akal, 2008.

[2] Opus cit., pág. 343.

[3] Opus cit., págs. 531-532.

[4] Opus cit., pág. 546.