En España se escribe y se escribe sobre la guerra. Yo leo y leo, porque quizás lo que nos duele solo puede asumirse cuando lo leemos.
Javier Cercas conjura las sombras del pasado y la poca fiabilidad de la memoria con un valiente ejercicio de memoria y de literatura, de historia y fantasía, y se convierte en el narrador de sí mismo, y de todos los que a través de él siguen vivos, vencedores o vencidos, falsos vencedores y falsos vencidos. Nos advierte que «no es verdad que el futuro modifique el pasado, pero es verdad que modifica el sentido y la percepción del pasado». Y no hay nada que contenga más futuro que un libro.
Si al novelista le está permitida la literatura, a los lectores nos está permitida la lectura que nos ayude a divisar nuestra patria, aquella por la que lloró Sancho cuando la oteó en lontananza al regreso de sus aventuras escuderiles, y a reconocernos en ella; si no a asumir la culpa, sí al menos a asumir la responsabilidad.
Y 《si uno es de donde da su primer beso y de donde ve su primer western, yo me declaro de donde leí mi primer libro.
El monarca de las sombras sobrevive en esta novela y vive la larga vida de los libros.
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Cuando le
o a Modiano me asalta una imagen en la que voy caminando por una calle adoquinada, en pendiente, mojada por una llovizna que acaba de caer. Es de noche y la luz amarillenta de algunos faroles brilla sobre el empedrado. Mis pasos resuenan en la calle vacía. Y en el silencio tengo la tentación de mirar por encima de mi hombro, como si me fueran siguiendo, o como si alguien me mirara desde alguna ventana entreabierta.
Tal es la atmósfera que Patrick Modiano consigue con sus palabras.
En Calle de las Tiendas Oscuras el enigma es la identidad del protagonista. Las páginas de la novela me hacen tropezar, sin previo aviso, con el hecho de que puede tratarse de un «diplomático dominicano». ¡Quién lo iba a decir!
En el café de la juventud perdida uno de los personajes deambula por la misma calle en la que una vez me alojé en París. No puedo evitar volver a mirar por encima del hombro.
Parece que las huellas de la memoria que tanto persigue Modiano siempre apuntan al lector, ahora a mí. Siento un escalofrío pero no puedo dejar de leer. Patrick Modiano tiene ese efecto en mí.
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Palabras, gestos fugaces, silencios tenaces, visajes inesperados, dan cuerpo a la vida en los cuentos que Alice Munro recoge en Mi vida querida. Su personal forma de contar nos revela como un destello la profunda humanidad de lo contado. Sus cuentos se tornan fotografías en sepia, con los bordes dentados y una fecha o un nombre borrosos al dorso, frágiles al tacto pero irrevocablemente reales y expresivas.
Las páginas dedicadas a contar su propia vida dejan colar la imaginación entre la memoria y los personajes que pueblan el paisaje vital se tiñen de la calidad de la fábula:
«Y más lejos aún, en la ladera de otra montaña, en línea recta frente a la nuestra había una casa que de lejos parecía más bien pequeña, a la que no íbamos nunca ni conocíamos, y que para mí era como la morada de los enanos de los cuentos. Sabíamos, sin embargo, como se llamaba el hombre que vivía allí, o que había vivido en otra época, porque a esas alturas quizá hubiera muerto. Roly Grain, se llamaba, y no tiene ningún otro papel en lo que ahora escribo, a pesar de su nombre de ogro, porque esto no es un cuento, tan solo es la vida».
La escritora pone en una balanza vida y cuento, cuento y vida, y en esa última frase nos da el resultado.
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Un puñado de relatos nos permiten ver, como si se tratara de la vista desde Castle Rock en un día casi despejado, el pasado familiar entre realidad y ensoñación. La subida a Castle Rock, en la que algunos de sus antepasados se encaraman para atisbar un sueño de futuro en las lejanas tierras de America, le permite a Munro atisbar el pasado: «El pasado debe abordarse desde cierta distancia». El paisaje de las cercanías del lago Huron obtiene el papel protagonista. Las casas, las granjas, los campos, las familias están plagados de «mensajes secretos y pródigos» que se siente en la obligación de proteger: «(…) me sentía obligada a protegerla del desprecio, tal como si tuviera que proteger del desprecio toda una forma de vida preciada e íntima aunque no precisamente grata».
La narradora recorre el paisaje íntimo de su infancia sin pudor y con una mirada juvenil, absorta, listante y al mismo tiempo ligada inexorablemente a lo que mira. Para ella los setos y los cobertizos cobijaban «vidas que era conocidas y secretas», resguardaban la intimidad de la vida cotidiana de la que estamos hechos. El paisaje ha cambiado y a ella se le ha hecho más pequeño, como tantas veces ocurre con las imágenes de la infancia que entrevemos en la madurez. «Como si entonces se viera más, aunque ahora se vea más lejos». Pasado y presente, la perspectiva inexorable que nos da el paso del tiempo y que nos permite, o no, contar.
Mientras la narradora recibe los resultados alentadores de una mamografía, la autora nos premia con una magistral narración de la vuelta a la normalidad.
«Así que ésta ha sido la primera vez.
Estos sustos vienen y van.
Y un día habrá uno que no. Uno que no se irá.
Pero de momento, el maíz está en flor, el verano ya declina, el tiempo vuelve a dejar espacio a las riñas y y las trivialidades. Los días ya no tienen duras aristas, ni zumba, la sensación de destino en las venas como un enjambre de insectos pequeños e implacables. De vuelta al punto en que ningún gran cambio parece anunciarse más allá del cambio de las estaciones. Cierto grado de aspereza, cierta despreocupación, incluso otra vez una posibilidad fortuita de aburrimiento dentro de los confines de la tierra y el cielo».
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