Los lugares atesoran vivencias. Cuando los recorro son capaces de hablarme desde otros tiempos, con voces de otros. Así me sucede siempre en las calles de Cádiz.
Del carnaval de Cádiz solo sé que es capaz de hipnotizarme con sus letras, con su fiera y sutil alegría y su puntito, también fiero y sutil, de tristeza. Este año comparsas, coros y chirigotas tenían razones para la nostalgia. El año 2019 fue cómplice de la muerte de letristas ilustres del carnaval. Juan Carlos Aragón, el eterno Capitán Veneno gaditano, dejó de escribir para nosotros.
La comparsa ganadora de 2020 se llama «Oh, capitán, my capitán», y el autor de sus letras, Tino Tovar, ha vuelto a conseguir que resuene a tantas cosas… Sin duda al Capitán Veneno, pero también al capitán de la comedia del arte, tan carnavalesca en Cádiz. Si escuchamos sus letras con atención el capitán es el Carnaval, así con mayúscula, como un personaje mitológico que recorre alamedas, plazas y caletas. Más allá, mucho más allá, aunque no tanto, porque la poesía es eterna en el tiempo y también en el espacio, nos evoca los versos que Walt Whitman dedicara a la muerte de Abraham Lincoln.
«¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán! Levántate y escucha las campanas; levántate —por ti la enseña ondea— por ti suena el clarín; por ti son las guirnaldas y festones —por ti se apiñan gentes en la orilla; por ti claman, la inquieta masa a ti se vuelve ansiosa».
Nuestro eterno Capitán Veneno se desvanece ya en el Carnaval mitológico que vive en Cádiz y del que nos confesamos creyentes susurrando o proclamando o coro su credo.
Cádiz produce en mí la sensación de estar en el centro del universo. Tiene mucho que ver con nuestra tierra de origen, pero también con esa relación especial que se establece con los lugares en los que hemos sido felices. Si por esos extraordinarios azares de la vida te toca ser feliz en Cádiz, lo serás como en ningún otro lugar del mundo. Cuando evoco a Cádiz de inmediato me rodean su luz y su brisa salina.
«[…] Este fresquito de Cádiz es el fresquito más alegre, más abierto, más alto que ha sentido mi carne nunca en el verano. Se diría que el airecillo surte del mar, como de su centro, […] que estamos en un aireario ideal, dentro del aire […]». Juan Ramón Jiménez.
Nadie como él para describirlo. Nadie como él para inventar la palabra «aireario». El poeta moguereño zarpó del puerto de Cádiz en su viaje hacia Nueva York al encuentro de Zenobia Camprubí, su futura esposa, y a él regreso con ella. La «salada claridad» gaditana lo acompaña en el diario poético que escribió sobre su viaje en 1916: «Diario de un poeta recién casado».
«En el botón de oro de mi puño, Cádiz, un poquito más pequeña que es, se refleja toda, tacita de oro, ahora. Está, en mi orito redondo, como en su mundo, con su torre de Tavira, con su mar y su cielo completos por el círculo. Todos sus colorines, esos verdes de sulfato de cobre con cal, esos rosas de geranio, esos azules marinos, esos blancos traslúcidos, al recogerse en lo diminuto, parecen facetillas de una breve ciudad de diamante enquistada por mano fililí en mi botón, que el oro del metal magnifica como en una caída de tarde espiritual, nítida y gloriosa».
Cádiz, la tacita de plata, se convierte en tacita de oro en el reflejo del botón de oro de los puños de la chaqueta de Juan Ramón. Solo un genio es capaz de reflejar la luz de Cádiz como la misma Cádiz. Vayan y lean. Viaje exterior e interior en un solo libro.