En nuestra lengua el nombre propio se reserva para designar a un ser único, mientras que el nombre común se extiende a aquellos seres o cosas que pertenecen a una misma clase. Cuando lo escribimos marcamos la diferencia entre ellos con el uso de la mayúscula inicial para los propios y la minúscula inicial para los comunes. Sin embargo, cuando los hablantes jugamos con la lengua, estas categorías pueden intercambiarse y así lo refleja la ortografía.
Los nombres comunes pueden convertirse en propios. Dejan así de lado su significado léxico para identificar a una persona concreta; de hecho, muchos nombres de persona tienen en su origen un nombre común: Rosa, Victoria, Patria, Ángel.
El camino inverso recorren los nombres propios que se usan como nombres comunes. Un nombre propio se carga de significado léxico, deja de nombrar a un solo individuo y pasa a nombrar a toda una clase. Si queremos referirnos a la crueldad de alguien decimos de él que es un nerón, por alusión al emperador romano Nerón; si, en cambio, hablamos de una mujer que se muestra arrepentida, nos referimos a ella como una magdalena, por el personaje evangélico; también se inspira en el Evangelio el uso del sustantivo judas para designar a quien es traidor o desleal.
Los nombres de lugar también dan mucho juego, especialmente para designar a los productos que se originan en ellos y que han adquirido cierta relevancia; bebemos jerez o rioja –vinos cuya procedencia está en la ciudad de Jerez o en la región de la Rioja–, comemos camembert –queso cuyo originario de la ciudad francesa de Camembert– o, mucho mejor, cabrales –queso elaborado en el concejo asturiano de Cabrales.
Nuestra lengua vale un potosí –de Potosí, la ciudad minera boliviana de riqueza proverbial–; conocerla es valorarla y respetarla.
Para los que trabajamos con el lenguaje hay pocas cosas más desconcertantes que quedarnos sin palabras. Nos rodean cada día, las estudiamos, las desmenuzamos, las perseguimos, solo a veces las alcanzamos y, entonces, nos las apropiamos y pasan a ser parte de nosotros. Cuando son nuestras nos ayudan a analizar el mundo, a ordenarlo, a entenderlo y a nombrarlo; y, ¿por qué no?, a cambiarlo.
El verbo analizar y el sustantivo análisis proceden de la lengua griega y desde su origen conllevan la idea de desatar, de disolver. En español, según nos cuenta el Diccionario de la lengua española, analizar consiste en distinguir y separar las partes de un todo para conocer su composición. Para un hablante, las palabras son imprescindibles para navegar en la realidad. Más palabras, más herramientas para orientarse, para avanzar, para comprender, para tomar decisiones, para actuar.
Por eso me cuesta, y me duele, imaginar la reducción de la comprensión del mundo de aquellos que sobreviven con un pequeño puñado de palabras todólogas, de aquellos que no han tenido la oportunidad de ensanchar su horizonte verbal para ponerle nombre a los infinitos matices de lo que nos rodea. Enseñar más palabras, enseñar mejor las palabras, eso de «ampliar el vocabulario», que repetimos una y otra vez hasta vaciarlo de sentido, es una tarea trascendente. Nombrar el mundo exterior, ese que cada día empequeñece, y el mundo interior, ese que cada día se engrandece, en sus grados, en sus rasgos, en sus tonos, por sutiles que sean, nos ayuda a comprenderlo.
Escribió Albert Camus que «nombrar correctamente las cosas es una manera de intentar disminuir el sufrimiento y el desorden que hay en el mundo».
Es cada día más frecuente encontrar, sobre todo en la prensa escrita, siglas y acrónimos para referirnos a las más diversas realidades, desde enfermedades como el SIDA, impuestos como el ITBIS, organizaciones como la ONU o las ONG, conexiones HDMI o pequeños artefactos como los USB. Su carácter peculiar nos plantea a menudo dudas acerca de su ortografía, su forma o su sintaxis. Se escriben con todas sus letras en mayúsculas y, a diferencia de la mayoría de las palabras, se mantienen invariables cuando queremos ponerlas en plural. El número plural solo se aplica a las palabras que las acompañan, como los determinantes o los adjetivos. Hablaremos de «los nuevos USB» o de «las ONG tradicionales». Desterremos, por ridículo, el uso del apóstrofo seguido de s (*DVD’s, hasta me cuesta escribirlo), un anglicismo innecesario más.
Es interesante recordar que el Diccionario de la Real Academia ya ha incluido en sus páginas algunas de las siglas o acrónimos de uso más extendido. Como ya hablamos del sida o de los ovnis podemos empezar a hablar de las oenegés. En estos casos se apegan a las reglas de ortografía y de formación del plural de todos los demás nombres.
Hasta aquí las siglas. Las abreviaturas y los símbolos tienen también su cocorícamo, no se vayan a creer. Pero eso será materia para otro día.
Ha llegado la hora de ponernos en serio con los propósitos –que no resoluciones– para 2022. No sé si entre los que se han trazado para este año se encuentra aprender más sobre nuestra lengua. Si ni siquiera se les había pasado por la cabeza esta idea, los invito a mejorar la ortografía, acrecentar y afianzar el vocabulario o habituarse a la lectura. Cualquiera de estos objetivos puede ayudarnos a desenvolvernos mejor con las palabras. Tomen lápiz y papel, celular, tableta o computadora y dispónganse a anotar pequeñas metas que puedan ir alcanzando cada semana.
Deben elegir objetivos concretos, útiles y realistas. Si se trata de ortografía, elijan cada semana una palabra de esas que siempre les provocan dudas; manoséenla, consúltenla en el diccionario, escríbanla unas cuantas veces, aprendan las razones que hay detrás de su escritura correcta. Palabra a palabra irán salvando esos escollos.
Si se trata de conocer más voces, busquen cada semana un término desconocido que hayan oído o leído por ahí; búsquenlo en el diccionario, aprendan sus sentidos y sus usos; incorpórenlo a su conversación diaria, aunque sea de relajo; háganlo suyo.
Si se trata de lectura, nada más fácil. Pónganse una meta poco ambiciosa. Pueden organizarse, por ejemplo, reservando un periodo de tiempo diario para leer. No tienen que ser dos horas; bastaría para empezar con dedicar quince minutitos de nada. Róbenselos a Whatsup, por ejemplo, y me lo agradecerán. Tienen la opción de marcarse un número concreto de páginas para cada día. No importa el formato, lo verdaderamente importante es que la lectura pasará a ser parte de su vida diaria. Ni ustedes ni su lengua volverán a ser los mismos.
Hoy que conmemoramos el aniversario del nacimiento de jacinto Gimbernard comparto la columna que publiqué a comienzos de 2017 dedicada a la palabra medalaganario.
Para empezar el año quiero recordar la curiosa obra que Jacinto Gimbernard publicó en 1980, una evocación nostálgica de aquellos inicios del siglo XX en los que su padre editaba la revista Cosmopolita. Un lector puntilloso, preocupado por la errática periodicidad de la revista, preguntó con cierto retintín si la revista era un semanario, un quincenario o un anuario. A la curiosidad del lector don Bienvenido respondió con seriedad: «medalaganario»; su hijo convierte la respuesta en el título de su obra: Medalaganario. No sabemos si don Bienvenido fue el primero; de lo que sí estamos seguros es de que surge así una nueva palabra, aprovechando los mecanismos que la lengua pone en marcha para la creación de nuevas voces.
La receta es la siguiente. Tome una locución verbal que se usa con frecuencia en el lenguaje coloquial: darle algo la gana a alguien. Conjúguela en tercera persona del singular: me da la gana. Conviértala en una raíz compuesta a partir de este verbo y estos pronombres: medalagan-. Aplique la derivación añadiéndole a esta base léxica el sufijo -ario/aria; esta derivación adjetival convierte el compuesto inicial en un adjetivo: medalaganario o medalaganaria. Si queremos rizar el rizo podemos incluso convertirlo en adverbio utilizando el método (todavía no nos decidimos los lingüistas si de derivación o de composición) de sumarle -mente a su forma femenina: medalaganariamente.
Ahora solo falta que la chispa de un hablante concreto prenda en el gusto de muchos, y que esa chispa se mantenga en el tiempo. Su creación acierta a ofrecer un término nuevo que resulta útil para calificar según qué acciones o decisiones, que, todo hay que decirlo, entre nosotros son más que frecuentes. Nosotros la adoptamos y la seguimos usando. Ha nacido una palabra. Y yo la adopto para hoy, con la primera «Eñe», celebrar mi cumpleaños y comenzar 2017 medalaganariamente.
En un lugar de Luisiana cuyo nombre es tan literario como Barataria hace unas semanas me encontraba caminando entre lo que yo, en mi infinita ignorancia de estos menesteres, creía cocodrilos o caimanes, cuando un biólogo de la familia quiso sacarme de mi error: «No es un cocodrilo ni un caimán; es un aligátor». A mí a quien eso de meter una que otra palabrita en inglés me produce cierta urticaria, no me gustó un pelo que, para denominar correctamente una especie en español, hubiera que recurrir a lo que yo creía un anglicismo innecesario. Pero en esto de la lengua, donde menos se espera salta tremendo aligátor.
Eché mano de mi Diccionario de la Academia, que gracias a la nueva aplicación puedo consultar hasta cuando no tengo acceso a la red, como suele pasar en esos pantanos de Luisiana. Dispuesta a desmentir al atrevido biólogo, tuve, sin embargo, que darle la razón.
Descubrí una de esas palabras de ida y vuelta con las que me identifico porque las encuentro muy parecidas a mí. La lengua inglesa adaptó la denominación española el lagarto para llamar a este reptil americano de agua dulce al que bautizó como alligator, de donde surgió también la denominación francesa alligator, durante la etapa francesa de estos territorios americanos; y después de esta larga travesía lingüística, la preciosa palabra lagarto regresó a su lengua convertida en la hermosa palabra aligátor, ya especializada en referirse a esta especie en concreto.
Para los que estamos perdidamente enamorados de nuestra lengua nada puede haber más emocionante que reencontrarse con una palabra en un mítico territorio llamado Barataria. ¿No les parece?