¿Qué más podemos pedirle a un libro?
Soy una lectora de clásicos empedernida. Si les soy sincera no estoy muy al tanto de la actualidad literaria. Por eso echo tanto de menos a un buen librero. Y no un librero con la acepción que usamos en la República Dominicana y en otros países americanos, la del ‘estante para colocar libros’ (por cierto, en el DRAE falta la marca que registre este uso dominicano). Esos libreros aparecen.
Los que vivimos en Santo Domingo cada día tenemos menos librerías y sobre todo menos libreros, de esos que el DRAE define como ‘persona que tiene por oficio vender libros’.
Los buenos libreros te acompañan en nuestro recorrido placentero entre los estantes y las mesas de una librería, te ayudan a buscar y a encontrar, y también te ayudan a elegir. A falta de esta inapreciable asistencia tengo mis propias costumbres.
Suelo fiarme de las editoriales, solo de algunas de ellas, claro. Y, cuando no conozco al autor, los títulos y las portadas juegan su papel de anzuelo. Llevándome de mi intuición he “descubierto” grandes tesoros. Algo así me sucedió con la obra de Benjamin Black. No tenía ni idea de con quién me había topado cuando la portada y el título de su novela Venganza captaron mi atención. Ni siquiera sabía que el nombre que figuraba en su cubierta era un seudónimo. Tampoco lo sabía el “librero” que trató de ayudarme a encontrar otras obras del mismo autor cuando, al día siguiente, después de una frenética tarde de lectura, regresé a la librería.
Así empezó mi historia de amor literario con John Banville que, como las buenas historias de amor, tiene un encuentro inesperado, un flechazo irremediable y una buena dosis de misterio. Y como las buenas historias de amor aspiro a que dure, al menos, eternamente. Por los libros de Banville no va a quedar; quizás yo me rinda un poco antes.
Hoy disfruto de Los infinitos, arropado por una buena portada y el color amarillo cremoso que tiñe las cubiertas del “Panorama de narrativas” de la editorial Anagrama.
Entre sus páginas los dioses observan a los hombres y alaban su falta de imaginación, que les permite sobrevivir sin angustiarse ante una realidad inimaginable: “En una imaginación deficiente está el secreto de la supervivencia. La incapacidad de los mortales para imaginar las cosas tal como son en realidad es lo que les permite vivir, ya que un momentáneo vistazo sin reservas al carácter total y absoluto del sufrimiento del mundo los aniquilaría en el acto, como una vaharada de la más mortífera emanación de alcantarilla”.
Las cosas más cotidianas adquieren en la prosa de Banville, como en la de los grandes maestros, el perfil de lo que son en realidad, pequeños misterios que nos pasan desapercibidos, quizás también por falta de imaginación para lo pequeño y maravilloso. La atmósfera de una habitación en la que alguien acaba de despertar o la delicadeza de unas pompas de jabón resuenan en estos dos párrafos de Los infinitos.
“La ventana, frente a la cama, está cubierta con visillos de gasa, y en la habitación hay una blanca y polvorienta refulgencia en la que todo parece ir más despacio de lo normal; reina un mohoso olor a sueño”.
“Parecían girar en el interior de sí mismas, como si la parte de arriba fuese muy pesada, y cayera lo sobrante en una cascada iridiscente por los lados. A veces se juntaban dos y formaban una figura gruesa, trémula, algo parecido a un reloj de arena sólo que más rechoncho. Estaban hechas de una extraña sustancia, un azogue transparente, increíblemente fino y volátil, tocado por el arco iris”.
¿Podríamos haberlo contado mejor? De estos instantes está llena la vida de cada uno de nosotros y los dejamos pasar. Valorar lo que nos pasa mientras nos pasa no resulta fácil. A menudo olvidamos cómo hacerlo como le sucede a uno de los personajes de la novela de Banville: “Tantas cosas ha olvidado porque no significaban nada en el momento o, si no nada, entonces no lo suficiente. Eso es lo que la tortura ahora, entre sus innumerables tormentos, la idea de que no ha apreciado como debería todo lo que ha tenido y hecho cuando lo tenía y hacía. Un tesoro de experiencias desdeñadas en el momento de producirse porque no eran más que eso, algo que estaba ocurriendo en vez de algo recordado o esperado”.
La eterna y literaria lucha con el tiempo, personaje inexorable donde los haya que aparece en todas las grandes obras: “Y luego está la cuestión del tiempo. ¿Qué es por ejemplo un instante? Horas, minutos, segundos, ésos incluso resultan comprensibles, porque pueden medirse con el reloj, pero ¿qué quiere decir la gente cuando habla de un momento, un rato –un santiamén-, un abrir y cerrar de ojos? Sólo son palabras, desde luego, pero rondan abismos misteriosos”.
Las palabras que rondan abismos misteriosos, parafraseando a Banville, pueblan sus novelas y nos enamoran de su prosa. ¿Qué más podemos pedirle a un libro?