Unidos por los clásicos
La idea surgió de mi hija, entusiasta donde las haya: “Mamá, estoy convencida de que a mucha gente le gustaría la literatura clásica si se la contaran como tú me la cuentas a mí”. Le comenté esta propuesta, que me pareció alocada, a Bruno Rosario Candelier, director de la Academia Dominicana de la Lengua. Me sorprendió que demostrara tanto entusiasmo como mi hija.
Mi idea era el diseño de un taller de lectura, sin requisitos previos. No era necesario haber leído la obra, ni siquiera era necesario conocerla o saber de su existencia. Tampoco era necesario no haberla leído. Mal que bien muchos de nosotros nos acercamos, casi siempre obligados, a la lectura de los clásicos en nuestros años escolares. Es la grandeza de los clásicos. Se disfrutan tanto leyéndolos por primera vez como releyéndolos con el paso de los años.
Se trataba de promocionar la lectura y de acercar a los lectores, o a los posibles candidatos a lectores, a las obras literarias emblemáticas en lengua española. Y decidí empezar por el principio. Despacito y buena letra.
El primer Taller de Lectura de los Clásicos de la Academia Dominicana de la Lengua estaría dedicado a la literatura medieval: seis meses, seis talleres, seis obras, casi cuatro siglos. Y un reto adicional: un estado de la lengua española alejado del nuestro. No me gustan las obras adaptadas; creo que pierden su esencia, y es un crimen hacer perder la esencia a una obra de arte. Desde luego y precisamente en la Academia Dominicana de la Lengua no nos lo podíamos permitir.
Y así, sin anestesia, como bien dijo la periodista y mi amiga Inés Aizpún, nos propusimos enfrentarnos a los textos medievales en ediciones críticas de calidad filológica que no desvirtuaran ni un ápice la obra en todo su esplendor. ¿Qué era difícil? Sin duda, pero ¿quién dijo miedo? Asumí, sin embargo, que esta toma de partido por los textos originales podría tener consecuencias directas sobre la cantidad, que no sobre la calidad, de los asistentes al taller. Y me equivoqué. Por los comentarios de los lectores sé que una de las experiencias más valoradas ha sido la de ponerse frente a la lengua medieval y descubrir cuánto nos parecemos a los hablantes del medievo. En muchas ocasiones, por supuesto, mi “traducción simultánea”, como la bautizaron los participantes, se hizo imprescindible. Pero lo mismo nos pasa con muchos de los que hablan o escriben hoy en cualquier medio, casi siempre para mal, y no nos rasgamos las vestiduras.
Cuando empezamos el año parecía una quimera dedicar seis meses al estudio a la literatura medieval. Empezamos y nos tiramos de cabeza: nada más y nada menos que el Cantar de Mío Cid, primera obra literaria conocida escritaen español. Las hazañas del héroe castellano le arrancaron lágrimas a más de uno. La emoción de ver surgir ante nuestros ojos la humanidad de los personajes, tan parecidos en lo esencial a nosotros mismos, le arrancó lágrimas a más de uno. A mí me quebró la voz uno que otro verso y, sobre todo, la imagen del salón de actos de la Academia lleno a rebosar de lectores que, durante dos horas, pasaron todos a una cada página a la par que los versos del juglar castellano nos hacían acompañar a Rodrigo Díaz en su destierro.
Disfrutamos de la extraña musicalidad de la cuaderna vía de la que Gonzalo de Berceo, primer poeta en lengua española de nombre conocido, se vanagloriaba tanto. Los Milagros de Nuestra Señora nos hicieron reír con sus anécdotas cargadas de gracejo y con su incomparable sabor a tierra y a autenticidad.
La originalidad del Libro de buen amor de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, nos acompañó a lo largo de sus versos. Las estrofas dedicadas a describir el poder del dinero podrían haberse escrito hoy. Nos hicieron recordar que las obras literarias dan pie a una tradición y anticipamos los versos de Manrique, los de Quevedo, los de tantos que han tratado el mismo tema. Yo empezaba a vislumbrar, por los comentarios de los lectores, que el taller no iba a terminarse con la literatura medieval. Los asistentes ya se saboreaban tímidamente con el taller que tendríamos que dedicar a Cervantes, a Góngora, a Lope… Sin duda todos estábamos embarcados en algo inevitable cuando nos acostumbramos a lo bueno. No queremos dejarlo.
Con el romancero viejo llegamos a recitar al unísono. Los romances, creados y transmitidos precisamente para eso, provocaron que el público se animara a leer en voz alta. Gerineldo, el conde Arnaldos, Abenamar, moros y cristianos, poblaron, por obra y gracia de las palabras escritas sobre el papel, la ciudad colonial y nos acompañaron a reír, a llorar, en definitiva a vivir.
Jorge Manrique, a pesar de mis advertencias de que el tema principal de su elegía magistral era la muerte, entusiasmó a los lectores. Esa tarde nos fuimos con la obra leída para casa. Las Coplas a la muerte de su padre nos dejaron atónitos. Aprendimos historia, literatura, gramática, métrica, y, lo más interesante, descubrimos que el tiempo, que ya corría para los Manrique en el XV, sigue corriendo para nosotros inexorablemente. Nunca nos supo mejor aquello de carpe diem.
Concluimos en junio con la Tragicomedia de Calisto y Melibea, primera obra en prosa en nuestro taller. Difícil seleccionar los textos pero los fragmentos escogidos nos ayudaron a oír la maestría de las artes de Celestina, los arrebolados amores de Calisto, las quejas de inocencia de Melibea, la doblez y la cobardía de Pármeno y Sempronio, la vida corriendo de un lado para otro enredada en las haldas de un personaje universal.
Y llegamos al final. Ya no cabía la más mínima duda de que el taller, que empezó siendo una quimera de mi hija en enero, había sido un éxito. Los lectores lo disfrutaron y quedaron con ganas de seguir. Yo lo disfruté más y su entusiasmo me comprometió a continuar con más ediciones del Taller de Lectura de los Clásicos, que ya tiene que abordar el comienzo de los extraordinarios Siglos de Oro de la literatura en español y la incorporación vivaz de Hispanoamérica a la producción literaria en nuestra lengua, la lengua de todos.