Una noche muy especial


La noche del pasado 21 de febrero tuvo lugar en el Teatro Nacional la entrega del Premio Nacional de Literatura 2017 a don Federico Henríquez Gratereaux. Como comentó con gracia su esposa, lo mío con don Federico son «amores viejos». Fue el académico que pronunció el discurso de recepción en el acto de mi nombramiento como miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua. Y este año me ha honrado encargándome la redacción y lectura de su semblanza como premio nacional de literatura. Aunque la conciencia de la responsabilidad de la tarea casi logra nublarme la voz, pude pronunciar las palabras
que había preparado. Cuando concluyó el acto, los nietos de don Federico opinaron que «me sabía a su abuelo de memoria». No puede haber para mí mayor elogi. Juzguen ustedes mismos.

El hombre auténtico está compuesto por un haz de vidas complementarias, nos recordaba Pedro Laín Entralgo. El hombre de una pieza, que tanto alaba nuestra expresión popular, no existe, entonces; Federico Henríquez Gratereaux no es, en este sentido, un hombre de una pieza, y hacer la semblanza de su vida nos obliga a remontar el curso del río dispuestos a navegar sus corrientes vitales diversas hasta, quién lo diría mirándolo y conversando con él, hasta 1937, en ese «lugar de las Antillas, cuyo nombre recuerda perfectamente, pues se trata de la ciudad más vieja de América».

Aunque si le hacemos caso, el hombre común, si es que logramos englobar a don Federico en esa categoría, dispone de una sola vida y de esta parcialmente: «una parte importante de nuestras vidas se nos escurre por la infancia (…).  Después asistimos a la escuela donde nos imponen las letras y los números.  Llegados a la mayoría de edad empieza a despuntar el carácter propio; aparece el feto de nuestra vocación (…). Enseguida experimentamos el choque con el contorno (…). Es el comienzo de la vida real, la vida personal de cada uno.  A partir de ahí arranca nuestra auténtica vida». Quizás para él es el momento en que decide contradecir a su madre, quien le aconsejaba ervientemente que se dedicara a la contabilidad en lugar de a las letras.

Para seguir los pasos de las vividuras de nuestro premio nacional de literatura habremos de hacerlo, como él nos enseña día a día en sus artículos, desde la respiración: a pleno pulmón, o quizás, tratándose de seguir la obra vital y literaria de don Federico, echando el bofe.

Su haz de trayectorias vitales está atado por el mimbre sutil y a la vez persistente de la palabra: el lector, el conversador, el periodista, el académico, el escritor. Y un eco de sus palabras se imbrica pertinaz entre las mías mientras voy trazando estas líneas

El Federico Henríquez lector impenitente ha ido ensartando su figura humanística y su sobresaliente bagaje cultural; y ha ido poblando al conversador nato con su admirable verbo erudito, ese que es capaz de citar de memoria y, aparentemente sin esfuerzo, autores y obras, versos y anécdotas; una capacidad que nos admira en cada conversación, inconcebible para los que nos hemos formado en una escuela que desprecia la memoria. Escribió una vez Mora Serrano que Federico Henríquez Gratereaux es uno de los conversadores más extraordinarios que jamás tuvo este país de grandes conversadores. Para él las conversaciones amables «favorecen la digestión, el ritmo cardíaco y quién sabe si también regulan el metabolismo».

La ética vital de don Federico le exige llegar a ser el que es en potencia, el que reclama su vocación más íntima. No hacerlo se convierte para él en una inmoralidad. Su incómoda vocación personal y sus circunstancias vitales van tejiendo a su alrededor su tapiz vital: «ser escritor en un país pobre y con muchos analfabetos no es tarea fácil; no hay dinero para comprar libros, ni educación para apreciarlos. Para lograrlo debes ser, simultáneamente: editor, periodista, productor de televisión, impresor. Escribo libros de ensayos, folletos de sociografía, artículos periodísticos y otros textos inclasificables; no los escribo para ganar premios (aunque sus escritos son los responsables de que estemos hoy aquí entregándole el Nacional de Literatura); no los escribo para ganar premios, los redacto por una incoercible necesidad de expresión».

El periodismo es para él una rendija para el drenaje de sus humores y un ungüento expresivo para mitigar los dolores por su país. Con su ejercicio de palabras contadas, afirma, ha evitado al psiquiatra, ha ejercitado la inteligencia y ha desafiado su capacidad verbal para la comunicación apropiada. Cuando las columnas periodísticas le permiten hablar de poesía o de filosofía, miel sobre hojuelas, le sirven como soportes para su integridad personal: sostienen su gran pasión por la lengua como expresión del pensamiento; el valor terapeútico de la escritura que, a menudo, nos pasa desapercibido a los que la practicamos.

Pero escribir es también un vicio, una manía, un oficio perentorio, que no deja vivir al escritor que lo es «de raíz». El escritor periodista, y don Federico lo es (fue director general de El Siglo desde 1997 hasta su cierre en 2002, productor del programa de televisión Sobre el tapete, y columnista de diario en Hoy) mira a la realidad de forma abarcadora; «quiere ver lo que le rodea en el presente, penetrar el pasado y pronosticar el porvenir». Considera que, como escritor, está obligado a abrir bien los ojos; abrir bien los ojos para ver Un ciclón en una botella (1996), su contribución a la elaboración de la imagen sociográfica de la República Dominicana, a cuya historia se acerca, en calidad de naúfrago, a través de una «maraña de pasiones y de enigmas» solo pertrechado por la tabla de salvación de sus obras ensayísticas, género que domina con maestría y que le valió el Premio Nacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña; un puñado de ensayos que nos enseñan lo que somos y cómo lo somos: Peña Battle y la dominicanidad; Un antillano en Israel ; Negros de mentira y blancos de verdad; Cuando un gran estadista envejece; La globalización avanza hacia el pasado; La guerra civil en el corazón; Disparatario; Pecho y espalda; y abre bien los ojos para asistir a la La feria de las ideas donde analiza la literatura y el pensamiento expresados en nuestra lengua materna. Pero el escritor también está obligado a entornar los ojos y a lanzarle una penetrante «mirada oblicua al mundo». Su «recia vocación intelectual», como la describe Rosario Candelier, le impide «saltar fuera de su sombra»; porque la responsabilidad del escritor, cercana a la del filósofo, es el conocimiento a través de un modo especial de vincularse con la realidad, compleja y enigmáticamente, a través de las palabras, «a modo de calador intuitivo que clavan en el gran saco del mundo».

Unas palabras que don Federico ha visto degradarse, tergiversarse, contaminarse por el uso de farsantes de toda calaña. Por el contrario admira la capacidad de escritores y filósofos para inventar nuevas palabras, «nuevas palabras para que nos ayuden a sentir o a pensar con más intensidad y alcance intelectual. Muchas palabras viejas y gastadas ellos las remozan y echan a rodar de nuevo dentro del pueblo que las acuñó; que las reconoce enseguida y las acepta con el valor agregado que artistas y pensadores les imprimen». En su condición de novelista remozó el sustantivo novela añadiéndole el sufijo despectivo para transformarla en Ubres de novelastra (2008), y dilucidar con ella los problemas universales del ser humano a través de un ensayo estilístico sobre las falsas novelas.

Es su oficio de escritor el perfeccionamiento de la capacidad de expresión, en el que, como él mismo enumera, «entran en juego la formación académica, las lecturas superpuestas, la gramática de la escuela primaria, y hasta el modo de hablar de los padres». Y el dominio inteligente del buen decir tiene mucho de disciplina, la que él considera «la disciplina del entendimiento, el rigor mental», que, «una vez se posee, sirve
para todo, y no solo para la literatura o la filosofía».

Todos esas gotas han colmado el vaso lingüístico de Federico Henríquez, quien ocupa el sillón K en su condición de miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, de la que es subdirector, y correspondiente de la Real Academia Española; académico de una lengua, lanuestra, la de quinientos millones de hablantes y largos siglos de historia, que domina con la maestría, el humor y la gracia de los clásicos.

Hay dos facetas que en él admiro sobre las demás, por lo que tienen de faro para los que nos dedicamos a las letras y vivimos en estos tiempos, su dominio verbal y su presencia humana, que destila siempre amor y orgullo por su familia. Sé de su conciencia del tiempo y de la brevedad de la vida para dar cumplida cuenta de las tareas que nos restan por acometer. Cuando sus lectores, mal acostumbrados por su presencia diaria en la prensa, le reclaman por sus raros silencios, él les recuerda que tiene el derecho de echarse de vez en cuando a dormir sobre un pajonal.

No se le olvide a don Federico, no se te olvide, Federico, que el español ha ganado con tu ejercicio, que las letras dominicanas han ganado con tu figura y con tu dominio de la pluma y que tienes muchas tareas pendientes, por tu bien y por el nuestro.

Santo Domingo, 21 de febrero de 2017

Premio Nacional de Literatura 2017


Hoy recibe el Premio Nacional de Literatura mi admirado Federico Henríquez Gratereaux. Para mí siempre será el académico que me recibió con su discurso el día de mi incorporación como miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua. Su carácter ya apuntaba cuando en su juventud decidió contradecir a su madre, quien le aconsejaba fervientemente, y quizás con buen criterio materno, que se dedicara a la contabilidad en lugar de a las letras. Pero el amor por la palabra, la de la conversación y la de los textos, permea toda su obra vital. Desde el lector impenitente hasta el conversador nato tienen en las palabras su herramienta indispensable. Y también el columnista de ejercicio diario; y bien que lo comprendo. Dice don Federico que con su ejercicio de palabras contadas «ha logrado evitar al psiquiatra, ha ejercitado la inteligencia y ha desafiado su capacidad verbal para la comunicación apropiada». El vicio de la escritura lo obliga a abrir bien los ojos y a ensayar distintas miradas para que nada en la realidad se le escape. Su escritura se convierte en su balsa de náufrago; en el clavo ardiendo al que aferrarse cuando la vida lo obliga a navegar entre sus pasiones y enigmas, que es casi a diario. Por encima de las demás, hay dos facetas que admiro de don Federico Henríquez Gratereaux, nuestro premio nacional de literatura 2017; dos facetas que pueden servirnos de faro a los que nos dedicamos a las letras y vivimos en estos tiempos: su dominio verbal y su presencia humana, que destila siempre amor y orgullo por su familia. Mi sincera enhorabuena, don Federico.

 

Balance


Llega la hora de hacer balance y sacar conclusiones. El balance y las conclusiones irremisiblemente traen de la mano buenos, o malos, propósitos. Cuando vuelvo la vista atrás y repaso estos algo más de cinco años de Eñes, me pregunto qué sentido tiene la divulgación de conocimientos sobre nuestra lengua o nuestra literatura en los tiempos que corren.

Compruebo que este diciembre se cumplen veinticinco años de mi llegada a la República Dominicana. Arribé a costas dominicanas recién licenciada en filología hispánica y cargada de pasión por la lengua española, especialmente por la realidad de la lengua española en América.

Los años me han hecho más vieja, pero también más consciente de que la divulgación del conocimiento es una responsabilidad; sobre todo para los que hemos tenido la suerte de que se nos diera una formación que lo anhelara y lo respetara. Hay pocas cosas tan apasionantes como buscar el destello que transforma la dificultad y la aridez de los temas lingüísticos en algo interesante, curioso o sorprendente. Cuando, por fin, somos conscientes de la magia de las palabras, ¿hay algo más estimulante que acercarnos a nuestra lengua materna para descubrir cómo y por qué hablamos y escribimos como lo hacemos?

Los años me han hecho más vieja (como a todos; no se hagan), pero no le han restado ni un ápice (ni un chinchín, ni un chininín) a mi pasión por las palabras. Solo aspiro a que, una a una, las mías en estas pequeñas Eñes se conviertan en esos inapreciables granitos de arena que intenten compensar todas las cosas buenas que esta cálida tierra dominicana me ha ofrecido durante estos veinticinco años. Feliz y próspero año nuevo.

Manos a la obra


En las actividades académicas de divulgación en las que participo siempre surge alguien que se pregunta por la existencia, o inexistencia, de una palabra. El interesado afirma que ha buscado la palabra en «el» diccionario (aunque no especifica en cuál) y que no hpim3093-version-3la ha encontrado. De aquí deduce que la palabra en cuestión no existe. Recuerdo entonces a don Miguel de Unamuno quien, cuando alguien le hacía notar que alguna de las voces que usaba no constaba en el diccionario académico, sentenciaba: «Ya la pondrán».

Para muchas personas la inclusión en cualquier diccionario es la prueba irrefutable de la existencia de una voz, pero no siempre es así. Una palabra puede existir y no estar registrada en ningún diccionario; y también hay casos de palabras que no existen y que de una forma u otra aparecen en los diccionarios: son las llamadas palabras fantasma.

Una palabra existe cuando los hablantes la usamos; y es que somos los hablantes los dueños de la lengua. El que ese término aparezca o no en un diccionario dependerá del tipo de diccionario, de su calidad, o de los criterios que se han aplicado para seleccionar sus entradas.

Otra cuestión distinta es si la palabra es considerada correcta o si los hablantes sabemos emplearla bien. ¿Quién decide lo que es o no correcto en la lengua? Para el criterio de corrección en el español tienen mucho peso nuestras academias de la lengua, por tradición y por trayectoria. En cualquier caso, los buenos hablantes son los que marcan la pauta. Un buen habl
ante conoce y respeta las normas ortográficas y gramaticales y se preocupa por ampliar su vocabulario y por usar apropiadamente el que conoce. ¿Nos ponemos manos a la obra?

Merengue sin güira


Algunos signos ortográficos han protagonizado esta columna durante las últimas semanas. Son marcas gráficas que ayudan a que podamos leer e interpretar correctamente los textos escritos. Nuestros lectores nos consultan acerca del uso de la diéresis, también conocida como crema, esos dos puntos que colocamos horizontalmente sobre una vocal. En nuestro sistema ortográfico solo tienen una función: indican que la letra u debe pronunciarse, cuando aparece después de g y antes de e o i. Se trata, por tanto, de un signo diacrítico, como lo es la tilde, que le otorga un valor especial a la letra sobre la que se coloca.

Es un signo imprescindible para nuestro hermoso topónimo Higüey oBayahibe Navidad-04.71 para los gentilicios higüeyano o nagüero; tenemos muy vistos, demasiado, a los guagüeros y, desde luego, nos gustaría ver más cigüitas correteando por ahí; sin güiras y sin güireros no hay quien interprete un buen merengue; a las ramas de las palmas a las que se les han desprendido los frutos las conocemos en la República Dominicana como tirigüillos y, con una preciosa metáfora popular, esta palabra sirve para nombrar a una persona que muestra mucha delgadez.

La modestia de la diéresis no significa que carezca de importancia. Si no la colocamos en el lugar necesario estaremos ante una falta ortográfica, que no hablará bien de nuestra formación y que dificultará la correcta lectura de los textos que escribamos. Higüey sin diéresis se queda tan desabrido como un merengue sin güira.

Celebrando a Cervantes


¿No les parece maravilloso que Kysbel Adames, una talentosa joven dominicana, y letrazetera, nos haya dibujado con tanta chispa a nuestro iTaller Novelas ejemplaresngenioso hidalgo manchego? Su dibujo, que agradezco en lo que vale, presidirá la aportación de Letra zeta a la celebración de que los que hablamos español estamos este año de enhorabuena.

Cualquier ocasión es buena para recordar que Miguel de Cervantes, el mejor novelista, escribió en español. Esta circunstancia histórica nos regala la oportunidad de leer la mejor novela de todos los tiempos, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, en su lengua original, que es, como decía Cervantes, la lengua que mamamos en la leche.

Este año, en abril, conmemoramos el cuarto centenario de la muerte del genial escritor alcalareño. Yo, personalmente, lo voy a honrar releyendo sus obras. Ya he terminado mi cuarta lectura de sus Novelas ejemplares; y, por supuesto, voy a por mi octava del Quijote.  

Lo crean o no, mientras termino La guitarra azul, la última novela de John Banville, otro de mis preferidos, ya estoy anticipando el placer de releer las aventuras del caballero manchego y de reencontrarme con la galería de personajes con los que se van topando él su escudero por los caminos de La Mancha.

Como Letra zeta la conmemoración va a ser compartida. Les propongo cuatro Talleres de Lectura de los Clásicos centrados en la obra narrativa de Miguel de Cervantes. La Academia Dominicana de la Lengua nos sirve de anfitriona para que entre sus paredes centenarias resuenen las palabras del Manco de Lepanto. Abriremos boca el jueves 7 de abril a las 6 de la tarde con las Novelas ejemplares y seguiremos en tres meses sucesivos con los tres talleres dedicados al Quijote.

Como aderezo, el Centro Cultural de España, dentro de su ciclo dedicado a Cervantes me ha invitado a dictar una conferencia sobre «Cervantes y la lengua» el miércoles 13 de abril en su sede en santo Domingo. Allí estaré y allí, como en la Academia, los espero a todos. Con Cervantes el interés, el entretenimiento, la ironía, la visión y el aprendizaje están garantizados.