Este año conmemoramos el centenario del fallecimiento de Benito Pérez Galdós; un año que se ha vuelto aciago, pero que debe seguir siendo el año Galdós. El tiempo de cuarentena nos va a permitir dedicarle el mejor homenaje. Leer, o releer, su obra.
Por larga que la cuarentena llegue a ser, no será bastante para la inmensa obra de Galdós. Yo me he propuesto releer las diez novelas reunidas por Cátedra en este ejemplar.
En noviembre aproveché para visitar la extraordinaria exposición que le dedicó la Biblioteca Nacional de España.
Paseé por las calles madrileñas, me perdí en el Retiro, me comí un par de buñuelos de batata y me bebí más de un par de vermús. Y ahora esas vivencias rebrotan en cada página galdosiana. En ningún sitio hay más Madrid que en ellas. Con sorna, perspicacia, crítica y pasión todos los Madriles salen a escena; como en esta cita de Misericordia que encontré grabada en el pavimento de una de las calles del antiguo Barrio de las Musas:
«Dos caras tiene la parroquia de San Sebastián, dos caras que seguramente son más graciosas que bonitas: con la una mira a los barrios bajos, enfilándolos por la calle Cañizares; con la otra al señorío mercantil de la plaza del Ángel».
En esa misma iglesia donde están enterrados los restos de Lope de Vega.
Y Madrid los despidió a los dos, a Lope y a Galdós, como solo Madrid sabe hacerlo. A nosotros nos queda leerlos y releerlos hasta que recobremos el placer de andar y leer. Algún día recordaremos que la iglesia de San Sebastián es una encrucijada literaria digna de una novela galdosiana.
En estos días de confinamiento muchos estamos aprovechando para limpiar y ordenar; limpiando y limpiando, hemos llegado a los libros.
Ahora que #andaylee es mucho más lee que anda, además de leer los libros, debes prestarles un poco de atención a tu biblioteca personal, cualquiera que sea su tamaño.
Para la limpieza cotidiana, plumero o aspiradora para el polvo; para la limpieza profunda de estos días (que debe repetirse cada dos o tres meses), paño seco por todo el exterior (podrías intentarlo con una brocha que reserves para estos menesteres) y un hojeado rápido para desprender el polvo de los cantos de las hojas. Si hace tiempo que no los sacudías, te aconsejo que uses alguna protección contra el polvo para ti mismo. Si el ejemplar tiene una cubierta de material satinado, podrían probar a pasarles un paño ligeramente húmedo y dejarlos secar antes de recolocarlos.
Cuando los libros, perfectamente aseaditos, vuelvan a su librero, es importante que los coloques con holgura, de pie, para que puedan mantener su forma y la encuadernación no sufra.
Procura que no les dé directamente el sol y que estén protegidos en la medida de lo posible de la humedad. Como en estas tierras caribeñas se hace difícil, puedes contrarrestarla con pequeños saquitos llenos de jabón de cuaba rallado o de arroz. Son muy útiles en libreros cerrados, pero, si el tuyo no lo es, prueba a colocarlos entre los libros y en la parte de atrás, entre el libro y la pared o la parte trasera de la estantería. Ayuda también el bicarbonato si quieres mantener a raya el holor a humedad.
Si quieres más detalles y consejos práctico, te recomiendo la publicación de @JulianMarquina «Diez consejos para mantener en perfectas condiciones los libros de biblioteca personal».
Los autores de diccionarios tienen dos destinos. El destino más ingrato logra que sus nombres se pierdan entre las páginas de sus obras. El destino más glorioso convierte sus apellidos en el nombre del propio diccionario.
Así le ocurrió al lexicógrafo italiano del siglo XV Ambrosio Calepino: durante siglos se les ha llamado calepinos a los diccionarios latinos. Al mejor diccionario ideológico del español se le conoce como el Casares, en honor al apellido de su autor, Julio Casares.
El irrepetible Diccionario de uso del español es conocido por el María Moliner. Los que amamos los diccionarios tenemos una deuda de gratitud con Doña María Moliner.
Los que amamos los diccionarios tenemos una deuda de gratitud con Doña María Moliner. Nació con el siglo XX, se atrevió a marcar el camino en años muy difíciles y, con su valentía, nos dejó el listón muy alto. María Moliner en una carta dirigida a bibliotecarios rurales nos dejó estas frases que hoy comparto con ustedes:
«No será buen bibliotecario el individuo que recibe invariablemente al forastero con palabras que tenemos grabadas en el cerebro, a fuerza de oírlas […]: “Mire usted, en este pueblo son muy cerriles; usted hábleles de ir al baile, al fútbol o al cine, pero… ¡a la biblioteca…!”. No, amigos bibliotecarios, no. En vuestro pueblo la gente no es más cerril que en otros pueblos de España ni que en otros pueblos del mundo. Probad a hablarles de cultura y veréis cómo sus ojos se abren y sus cabezas se mueven en un gesto de asentimiento, y cómo invariablemente responden: ¡Eso, eso es lo que nos hace falta: cultura! Ellos presienten, en efecto, que es cultura lo que necesitan, que sin ella no hay posibilidad de liberación efectiva, que solo ella ha de dotarles de impulso suficiente para incorporarse a la marcha fatal del progreso humano sin riesgo de ser revolcados».
Sobre ella y sobre su vida, honesta e impresionante, se ha escrito mucho, incluso protagoniza una obra de teatro.
El mejor homenaje que todos podemos hacer, y nos vendrá muy bien además, es conocer su diccionario y aprovechar toda la sabiduría que nos dejó entre sus páginas.
Hoy leo Herejes, de Leonardo Padura. Desde un presente habanero, que me sumerge literariamente en un Caribe en el que vivo sumergida, viajo a múltiples pasados. La literatura tiene esa capacidad extraordinaria de difuminar las fronteras; no solo las espaciales o las temporales, sino, especialmente, las fronteras entre la realidad y la imaginación.
Con Padura me he ido a montar guardia frente a la puerta verde de la casa taller de Rembrandt en la húmeda y fría Ámsterdam. He subido y bajado las estrechas escaleras, he pisado los suelos y me han cobijado las paredes, he mirado por las ventanas a través de las cuales contempló el mundo uno de los grandes creadores de este mundo nuestro.
Me asalta la misma incómoda sensación de sentirme invasora que experimento siempre que recorro los espacios antaño privados que hogaño recorremos sin pudor.
Me preparo para contemplar con otra mirada, una más atenta, las obras de Rembrandt en el Rijksmuseum. Llevo para siempre conmigo la mirada del joven judío Elías Ambrosius sobre «La ronda nocturna»: el futuro contenido en el presente.
Los lugares atesoran vivencias. Cuando los recorro son capaces de hablarme desde otros tiempos, con voces de otros. Así me sucede siempre en las calles de Cádiz.
Del carnaval de Cádiz solo sé que es capaz de hipnotizarme con sus letras, con su fiera y sutil alegría y su puntito, también fiero y sutil, de tristeza. Este año comparsas, coros y chirigotas tenían razones para la nostalgia. El año 2019 fue cómplice de la muerte de letristas ilustres del carnaval. Juan Carlos Aragón, el eterno Capitán Veneno gaditano, dejó de escribir para nosotros.
La comparsa ganadora de 2020 se llama «Oh, capitán, my capitán», y el autor de sus letras, Tino Tovar, ha vuelto a conseguir que resuene a tantas cosas… Sin duda al Capitán Veneno, pero también al capitán de la comedia del arte, tan carnavalesca en Cádiz. Si escuchamos sus letras con atención el capitán es el Carnaval, así con mayúscula, como un personaje mitológico que recorre alamedas, plazas y caletas. Más allá, mucho más allá, aunque no tanto, porque la poesía es eterna en el tiempo y también en el espacio, nos evoca los versos que Walt Whitman dedicara a la muerte de Abraham Lincoln.
«¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán! Levántate y escucha las campanas; levántate —por ti la enseña ondea— por ti suena el clarín; por ti son las guirnaldas y festones —por ti se apiñan gentes en la orilla; por ti claman, la inquieta masa a ti se vuelve ansiosa».
Nuestro eterno Capitán Veneno se desvanece ya en el Carnaval mitológico que vive en Cádiz y del que nos confesamos creyentes susurrando o proclamando o coro su credo.
«La lectura, los libros, son el más asombroso principio de libertad y fraternidad», Emilio Lledó.
Me confieso una lectora empedernida. «Empedernida», en el Diccionario de la lengua española: «1. adj. Obstinado, tenaz, que tiene un vicio o una costumbre muy arraigados».
Para mí la lectura es costumbre y vicio y, sin duda alguna, la tengo muy arraigada. «Arraigada», del participio de «arraigar», ‘echar raíces’: «2. intr. Dicho de un afecto, de una virtud, de un vicio, de un uso o de una costumbre: Hacerse muy firme».
Si la vida es tiempo, y qué breve, la lectura me hace ganar tiempo multiplicando la intensidad del que le dedico.
En un patio del monasterio de la Cartuja, en Sevilla, ahora transformado felizmente en Centro Andaluz de Arte Contemporáneo (@caac_sevilla), nos inquieta la obra de Cristina Lucas Alicia, inspirada por Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas.
Alguien, aplastado por el espacio, se desborda por cada ventana. Un solo libro lo habría evitado.
La lectura me hace libre, me lleva de aquí para allá, en el tiempo y en el espacio; pero también en las mentes, las ideas, las vidas de los otros. Me saca de mí y me enmimisma a la vez.