Mejores y peores hablantes


            Una de mis lectoras me proporcionó hace unos días el gran placer, tan raro en estos días, de recibir una carta manuscrita, unas páginas escritas a mano con esmero y corrección. En ellas manifiesta su interés por conocer en qué país hispanohablante se usa nuestra lengua con mayor corrección. Por supuesto se trata de una materia que está sujeta a opiniones muy diversas. Y es eso, una opinión personal, lo más que les puedo ofrecer.

            Hace años se consideraba que el español que se hablaba en España era el más correcto. Este punto de vista eurocentrista se ha ido superando poco a poco gracias a un conocimiento más profundo de las muchas variedades del español que se hablan en el mundo. La tendencia actual es la de considerar al español una lengua policéntrica; es decir, una lengua en la que la norma culta no es única, sino múltiple. Son los hablantes cultos los que establecen la norma, la expresión de nuestra lengua que se considera correcta y de prestigio. Con frecuencia los hablantes acuden a las academias de la lengua para consultar sus dudas. Para las respuestas se trata de ofrecer como modelo la norma culta panhispánica.

            Comparar los grados de corrección de los hablantes de distintas zonas me parece descabellado. En todos los países habrá hablantes bien formados, conscientes y preocupados por mantener una expresión lingüística correcta y en todos los países habrá, desgraciadamente, hablantes a los que preferiríamos no escuchar y escritores a los que preferiríamos no leer.

Nuestra lengua vale un potosí


En nuestra lengua el nombre propio se reserva para designar a un ser único, mientras que el nombre común se extiende a aquellos seres o cosas que pertenecen a una misma clase. Cuando lo escribimos marcamos la diferencia entre ellos con el uso de la mayúscula inicial para los propios y la minúscula inicial para los comunes. Sin embargo, cuando los hablantes jugamos con la lengua, estas categorías pueden intercambiarse y así lo refleja la ortografía.

Los nombres comunes pueden convertirse en propios. Dejan así de lado su significado léxico para identificar a una persona concreta; de hecho, muchos nombres de persona tienen en su origen un nombre común: Rosa, Victoria, Patria, Ángel.

El camino inverso recorren los nombres propios que se usan como nombres comunes. Un nombre propio se carga de significado léxico, deja de nombrar a un solo individuo y pasa a nombrar a toda una clase. Si queremos referirnos a la crueldad de alguien decimos de él que es un nerón, por alusión al emperador romano Nerón; si, en cambio, hablamos de una mujer que se muestra arrepentida, nos referimos a ella como una magdalena, por el personaje evangélico; también se inspira en el Evangelio el uso del sustantivo judas para designar a quien es traidor o desleal.

Los nombres de lugar también dan mucho juego, especialmente para designar a los productos que se originan en ellos y que han adquirido cierta relevancia; bebemos jerez o rioja –vinos cuya procedencia está en la ciudad de Jerez o en la región de la Rioja–, comemos camembert –queso cuyo originario de la ciudad francesa de Camembert– o, mucho mejor, cabrales –queso elaborado en el concejo asturiano de Cabrales.

Nuestra lengua vale un potosí –de Potosí, la ciudad minera boliviana de riqueza proverbial–; conocerla es valorarla y respetarla.

Los dos idiomas


            Hace unos años ya, en una visita a España, mi hijo, un niño en ese entonces, les decía a sus amigos en el parque infantil: «Yo soy español y dominicano y hablo los dos idiomas». Ni que decir tiene que ese «bilingüismo» precoz lo convirtió en el héroe del barrio. Me sorprendió y me enorgulleció lo que ese comentario suponía para un niño de corta edad. Su trascendencia radicaba en que manifestaba, a su manera, la experiencia de descubrir las diversas formas de hablar español. 

            El reconocimiento y la asunción de la diversidad es un paso muy importante para crecer como hablantes. Saber que nuestra forma de hablar es distinta de la de otras regiones hispanoparlantes y asumir que esta diferencia no nos hace mejores hablantes, pero tampoco peores, tiene mucho valor. Implica además el reto de conocer y valorar en su justa medida las características que nos son propias.

            La conciencia de la diferencia debe servir para aprender de los demás: más palabras, más significados para las mismas palabras, distintos acentos. No caigamos en el error de mirarnos solo nuestro propio ombligo. Sería una verdadera lástima limitar nuestros horizontes lingüísticos cuando el español supone todo lo contrario: amplitud, diversidad y riqueza. Como hablantes, si queremos expresar nuestro orgullo por lo que somos, podríamos empezar por decir: «Somos dominicanos (o españoles, colombianos, puertorriqueños, y así hasta veintidós nacionalidades, puede que más) y hablamos en español».

Quedarse sin palabras


Para los que trabajamos con el lenguaje hay pocas cosas más desconcertantes que quedarnos sin palabras. Nos rodean cada día, las estudiamos, las desmenuzamos, las perseguimos, solo a veces las alcanzamos y, entonces, nos las apropiamos y pasan a ser parte de nosotros. Cuando son nuestras nos ayudan a analizar el mundo, a ordenarlo, a entenderlo y a nombrarlo; y, ¿por qué no?, a cambiarlo.

El verbo analizar y el sustantivo análisis proceden de la lengua griega y desde su origen conllevan la idea de desatar, de disolver. En español, según nos cuenta el Diccionario de la lengua española, analizar consiste en distinguir y separar las partes de un todo para conocer su composición. Para un hablante, las palabras son imprescindibles para navegar en la realidad.  Más palabras, más herramientas para orientarse, para avanzar, para comprender, para tomar decisiones, para actuar.

Por eso me cuesta, y me duele, imaginar la reducción de la comprensión del mundo de aquellos que sobreviven con un pequeño puñado de palabras todólogas, de aquellos que no han tenido la oportunidad de ensanchar su horizonte verbal para ponerle nombre a los infinitos matices de lo que nos rodea. Enseñar más palabras, enseñar mejor las palabras, eso de «ampliar el vocabulario», que repetimos una y otra vez hasta vaciarlo de sentido, es una tarea trascendente. Nombrar el mundo exterior, ese que cada día empequeñece, y el mundo interior, ese que cada día se engrandece, en sus grados, en sus rasgos, en sus tonos, por sutiles que sean, nos ayuda a comprenderlo.

Escribió Albert Camus que «nombrar correctamente las cosas es una manera de intentar disminuir el sufrimiento y el desorden que hay en el mundo».

Tres días en Madrid. Tercera jornada


Tres días en Madrid. Tres días con las palabras. Tercera jornada. Con el buen sabor de boca que me dejó la visita a la sede de la Real Academia Española, sigo metida en harina lingüística. Le llega el turno a la investigación. Desde que vivo en la República Dominicana me he interesado por sus diccionarios. No son muchos, pero desde luego tienen mucha tela que cortar. En mi última jornada madrileña la UNED me acoge para presentar los resultados de la investigación que he venido realizando en los últimos años sobre el tratamiento del léxico de los dominicanos tanto en nuestros propios diccionarios como en los diccionarios que se dedican a registrar el léxico de toda la América de habla española.

En una intensa sesión se van desgranando uno a uno los diccionarios que alguna vez han descrito nuestras palabras, desde aquella deliciosa Tabla de Fray Pedro Simón de 1627 hasta el todavía pipiolo Diccionario del español dominicano, publicado en 2013. Repasar cómo están hechos los diccionarios, cómo funcionan, qué palabras contienen y qué nos dicen sobre esas palabras son tareas esenciales para los lexicógrafos. Por supuesto, no solo se trata de analizar los diccionarios contemporáneos, sino de conocer al dedillo de qué diccionarios venimos, cuáles son sus aciertos y cuáles son sus puntos débiles. El conocimiento de la historia de nuestra lengua nos ayuda a evaluar el contenido de los diccionarios; el conocimiento de la historia de nuestros diccionarios nos ayuda a mejorar nuestra técnica. No es solo una cuestión académica o investigadora: a mayor conocimiento de la lengua y a mejor técnica lexicográfica, mejores diccionarios. Y recuerden que los diccionarios no se construyen para los académicos, sino para los hablantes; para que los hablantes los consulten y, si es posible, para que les sean útiles a diario. Con este objetivo en la mira, un puñado de lexicógrafos nos reunimos en Madrid para compartir conocimientos y hallazgos que nos permitan hacer lo que más nos gusta hacer: diccionarios.

Tres días en Madrid. Ñapa


Tres días en Madrid. Tres días con las palabras. Ñapa de la segunda jornada. Cargada de buenas ideas y con ganas de seguir trabajando en proyectos comunes para el conocimiento y la divulgación del buen uso de la lengua española, después de un cafecito en el salón de pastas, la Casa de las palabras me reservaba una alegría más: conocer el fichero lexicográfico general de la Academia. Imaginen una colección de gaveteros, poblados de infinidad de pequeñas gavetas, en las que se custodian más de diez millones de papeletas. Ojo, no se trata de diez millones de esas papeletas que se están imaginando ustedes. Los lexicógrafos denominan papeleta a cada una de las fichas en las que registran, con las citas correspondientes, los usos de las palabras.

A los que ya manejamos bases de datos informatizadas se nos hace impensable la sola idea de manejar pequeñas gavetas atestadas de fichas cada una de las cuales documenta un uso, un ejemplo, una acepción, una cita literaria. Sin embargo, solo la visión de algunos de estos inmensos gaveteros sirve para dar una idea muy concreta de lo que supone enfrentarse a la elaboración de un diccionario, por pequeño y modesto que este sea. Sirve también para valorar y para honrar el trabajo de los lexicógrafos, artesanos del lenguaje, a cuyas obras recurrimos tan a menudo, o al menos deberíamos hacerlo, y de cuyo esfuerzo tan poco nos acordamos.

Para los que gusten de bucear en estos ficheros está disponible su consulta gratuita a través de la página del Nuevo diccionario histórico del español. Los vetustos gaveteros se conservan en la RAE; los nuevos lexicógrafos podemos aprovechar su contenido y seguir honrando el trabajo y la dedicación de las personas que los construyeron.