Ay, la nuevas tecnologías. Fenómenos nuevos, o no tan nuevos ya, que nos ponen en la necesidad de utilizar nuevas palabras. Siempre está el recurso fácil de tomarlas prestadas de otras lenguas, pero sacudámonos la pereza

y la vacilación con unas gotas de esfuerzo y cierta dosis de amor por nuestra lengua.
La semana pasada recordábamos que las etiquetas son mejores que los hashtags. Descubramos que el español cuenta con las palabras necesarias para hablar en la red y de la red.
Trabajemos en línea (mejor que online). Vamos al inicio de sesión (mejor que al login) y escribimos la contraseña (mejor que el password). Si el programa (mejor que el software) funciona, pulsamos en el enlace (mejor que en el link) y entramos en una página electrónica, si me apuran, hasta en una página web (mejor que en un website); participamos en un seminario web (mejor que en el espantoso webinar) y lo hacemos en directo (mejor que en streaming).
Muchas veces hasta tenemos sinónimos donde elegir. Queremos copiar lo que se muestra en nuestra pantalla, pues recurrimos al pantallazo o a la captura de pantalla (mejor que al screenshot). Si tenemos miedo de los ciberataques, no olvidemos el antivirus y el cortafuegos (mejor que firewall). Nos ayudarán a evitar el correo basura (mejor que spam) entre nuestros correos electrónicos (mejor que e-mails). Antes de cerrar, no olviden, por si acaso, la copia de seguridad o el respaldo (mejor que el backup) y, si no, súbanlo a la nube, mi término tecnológico preferido.
Aparecerá el parejero que diga que «en inglés se oye mejor»; nosotros sabemos que esa afirmación solo oculta inseguridad y poco dominio lingüístico.
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Ay, los extranjerism
os. Nos traen siempre por la calle de la amargura. Una vez que nos hemos decidido por usarlos en lugar de emplear una palabra patrimonial, bien porque la desconocemos, o bien porque no existe, tenemos que cuidar su ortografía.
¿Se han parado a pensar en cuántos préstamos extranjeros muy habituales tienen el sonido /sh/? Ni ese sonido (parecido al que hacemos cuando mandamos a callar a alguien) ni su representación gráfica sh son propios del español.
Si optamos por mantener la grafía original, el préstamo ha de considerarse un extranjerismo crudo y, por lo tanto, debe escribirse en cursiva o, si esto no es posible, entrecomillado. Un show iluminado de flashes o una geisha que sirva un sushi no podrán prescindir de estos recursos gráficos para marcar su condición de préstamos.
Si, en cambio, optamos por la adaptación, elegiremos la s o el dígrafo ch. Así se ha hecho en préstamos que están ya perfectamente integrados en nuestra lengua como hachís (del árabe hashish), pisco (del quechua pishku), flecha (del francés flèche), champú (del inglés shampoo) o nuestros buscados cheles o chelitos (del inglés shilling). Es un mecanismo probado; no duden en aplicarlo cuando quieran adaptar los shorts (chores) o el flash (flas).
La excepción, que no podía faltar, la encontramos en los topónimos (Ushuaia, Islas Marshall) y antropónimos (Shakespeare) extranjeros, que mantienen su grafía original, así mismo la conservan sus derivados, como los gentilicios (ushuaiense, marshalés, shakespeariano).
Una vez más nuestra ortografía ha desarrollado los mecanismos para que los préstamos, cuando son imprescindibles, e incluso cuando no lo son, puedan irse pareciendo cada vez más a nosotros.
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Usar
palabras raras no es signo de buen hablar o escribir, por mucho que algunos se empeñen. No se habla o se escribe mejor según la longitud de las voces o su supuesta extrañeza. La bondad de las palabras está en una elección apropiada. Decía Juan de Valdés en su Diálogo de la lengua allá por 1535: “Escribo como hablo; solamente tengo cuidado de usar de vocablos que signifiquen bien lo que quiero decir, y dígolo cuanto más llanamente me es posible”.
Del latín conservamos tal cual expresiones que han sido siempre parte de la lengua culta. Hay quien gusta de incrustarlas por doquier, como si le aportaran a lo que dicen un discutible regusto a cultura. Algunos latinismos se han popularizado en nuestra expresión diaria. Tanto a los parejeros como a los buenos hablantes siempre nos viene bien saber cómo se escriben correctamente y qué significan.
Puesto que se trata de expresiones de otra lengua deben escribirse en cursiva o entrecomilladas y sin tildes. Cuando escribimos debemos revisar su ortografía a priori (‘con anterioridad’) o a posteriori (‘con posterioridad’). No nos sirve citarlas grosso modo, ‘aproximadamente, a grandes rasgos’. La consulta de un buen diccionario es una condición sine qua non (‘imprescindible’) para aprender a conocerlas y debe hacerse motu proprio (‘por propia iniciativa’). Sin un uso apropiado, y comedido, de los latinismos nuestros textos serán considerados, como poco, sui generis (‘peculiares’) y tildados de incorrectos ipso facto (‘en el acto’).
A todos nos vendría de perlas un alter ego (‘persona de confianza que hace las veces de otra’) que nos señale algún que otro lapsus linguae (‘error de lengua’) o lapsus calami (‘error de escritura’). Los errores en las expresiones latinas no son peccata minuta (‘faltas pequeñas’). Más de uno de estos latinajos, como se los llama despectivamente, puede provocar que nuestras palabras o nuestros escritos sean recibidos con un vade retro.
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