Esto es lo que hay


Tengo que reconocer que el verbo haber acumula dificultades. El inconveniente más evidente es el ortográfico: la h y la b nos causan a veces sus problemitas. Sin embargo, los errores más frecuentes los encontramos, sin duda, en la utilización de haber en expresiones impersonales. En ellas haber expresa la presencia de aquello que indica el nombre que lo sigue en la oración:  Hay café en la taza. En este uso, muy importante y aparentemente simple, hay dos escollos que repetimos una y otra vez, pero que son muy fáciles de salvar.

El primer error consiste en hacer concordar en número el verbo con el sustantivo que lo sigue. Leemos y oímos muy a menudo, por ejemplo, Hubieron muchas personas que llegaron tarde, cuando lo correcto es Hubo muchas personas que llegaron tarde. Debemos mantener el verbo en singular puesto que el sustantivo que lo sigue no funciona como sujeto sino como complemento directo.

El segundo error, muy parecido al primero,  lo cometen quienes utilizan haber con la primera o la segunda persona. Cuando de oraciones impersonales se trata, solo debemos utilizar el verbo haber en las formas de la tercera persona del singular: hay, hubo, habrá, había, habría, haya hubiera, hubiese; por lo tanto, expresiones como *Habemos muchos que llegamos a tiempo son incorrectas y podemos evitarlas si prestamos un poco de atención. Ya sabemos que la expresión correcta, tanto oral como escrita, nos exige cuidado, pero también nos ayuda a comunicarnos mejor y habla bien de nosotros. 

Símbolos y ortografía


La ortografía no solo fija su atención en las letras; también nos enseña a escribir y a leer correctamente los símbolos. El Diccionario de la lengua española nos define así el símbolo: ‘Representación gráfica invariable de un concepto de carácter científico o técnico, constituida por una o más letras u otros signos no alfabetizables, que goza de difusión internacional, y que, a diferencia de la abreviatura, no se escribe con punto pospuesto’. Esta definición nos da pistas sobre las características específicas del símbolo: formado por letras o por signos, invariable e internacional, no es una abreviatura y no se escribe con punto pospuesto.

            Un símbolo, pues, tiene personalidad gráfica propia. Es una forma normalizada para representar una realidad, habitualmente vinculada a la ciencia o la técnica. A los siguientes ejemplos de símbolos les hemos añadido entre paréntesis la realidad a la que aluden; los hay alfabetizables, formados por letras, como gal (galón), Ca (calcio), DOP (peso dominicano), cm (centímetro), O (oeste); y no alfabetizables, que utilizan otro tipo de signos, como = (igual), @ (arroba), % (por ciento) o (por mil), & (y) o * (asterisco), que habrán visto con frecuencia en esta columna porque los filólogos lo usamos para indicar que la expresión que le sigue es agramatical o incorrecta.

            La Ortografía de la lengua española y el Diccionario panhispánico de dudas, que pueden encontrar en línea, nos proporcionan listas orientativas que registran los símbolos más habituales en nuestra lengua, sobre todo los que tienen más interés para el uso cotidiano. Conviene tenerlas a mano, y conviene que estén atentos a próximas Eñes para seguir aprendiendo de la ortografía de los símbolos.

Mejores y peores hablantes


            Una de mis lectoras me proporcionó hace unos días el gran placer, tan raro en estos días, de recibir una carta manuscrita, unas páginas escritas a mano con esmero y corrección. En ellas manifiesta su interés por conocer en qué país hispanohablante se usa nuestra lengua con mayor corrección. Por supuesto se trata de una materia que está sujeta a opiniones muy diversas. Y es eso, una opinión personal, lo más que les puedo ofrecer.

            Hace años se consideraba que el español que se hablaba en España era el más correcto. Este punto de vista eurocentrista se ha ido superando poco a poco gracias a un conocimiento más profundo de las muchas variedades del español que se hablan en el mundo. La tendencia actual es la de considerar al español una lengua policéntrica; es decir, una lengua en la que la norma culta no es única, sino múltiple. Son los hablantes cultos los que establecen la norma, la expresión de nuestra lengua que se considera correcta y de prestigio. Con frecuencia los hablantes acuden a las academias de la lengua para consultar sus dudas. Para las respuestas se trata de ofrecer como modelo la norma culta panhispánica.

            Comparar los grados de corrección de los hablantes de distintas zonas me parece descabellado. En todos los países habrá hablantes bien formados, conscientes y preocupados por mantener una expresión lingüística correcta y en todos los países habrá, desgraciadamente, hablantes a los que preferiríamos no escuchar y escritores a los que preferiríamos no leer.

Nuestra lengua vale un potosí


En nuestra lengua el nombre propio se reserva para designar a un ser único, mientras que el nombre común se extiende a aquellos seres o cosas que pertenecen a una misma clase. Cuando lo escribimos marcamos la diferencia entre ellos con el uso de la mayúscula inicial para los propios y la minúscula inicial para los comunes. Sin embargo, cuando los hablantes jugamos con la lengua, estas categorías pueden intercambiarse y así lo refleja la ortografía.

Los nombres comunes pueden convertirse en propios. Dejan así de lado su significado léxico para identificar a una persona concreta; de hecho, muchos nombres de persona tienen en su origen un nombre común: Rosa, Victoria, Patria, Ángel.

El camino inverso recorren los nombres propios que se usan como nombres comunes. Un nombre propio se carga de significado léxico, deja de nombrar a un solo individuo y pasa a nombrar a toda una clase. Si queremos referirnos a la crueldad de alguien decimos de él que es un nerón, por alusión al emperador romano Nerón; si, en cambio, hablamos de una mujer que se muestra arrepentida, nos referimos a ella como una magdalena, por el personaje evangélico; también se inspira en el Evangelio el uso del sustantivo judas para designar a quien es traidor o desleal.

Los nombres de lugar también dan mucho juego, especialmente para designar a los productos que se originan en ellos y que han adquirido cierta relevancia; bebemos jerez o rioja –vinos cuya procedencia está en la ciudad de Jerez o en la región de la Rioja–, comemos camembert –queso cuyo originario de la ciudad francesa de Camembert– o, mucho mejor, cabrales –queso elaborado en el concejo asturiano de Cabrales.

Nuestra lengua vale un potosí –de Potosí, la ciudad minera boliviana de riqueza proverbial–; conocerla es valorarla y respetarla.

La aventura de vivir


Coincidí con Inés Aizpún hace unos días. Y coincidí con ella en más de una acepción del verbo coincidir. Concurrimos simultáneamente al auditorio de Unibe convocadas por esta universidad y por la Fundación Felipe González para escuchar al expresidente del Gobierno de España hablar sobre gobernanza y globalización. Desde luego yo no había logrado zafarme aún de la extraña sensación de volver a la normalidad, aunque fuera descafeinada. Coincidí con ella además en el sentido figurado de ‘estar de acuerdo en una idea, opinión o parecer sobre algo’. Y lo sé porque Aizpún se hizo eco en su AM del hicapié que hizo González en la prioridad de la educación como clave para el desarrollo humano.

Felipe González le pidió a la universidad que se centrara en educar sobre la condición humana. El conocimiento científico es esencial y prioritario, el conocimiento técnico también; pero ninguno de esos conocimientos, ni ningún otro, se sustentan si olvidamos el conocimiento sobre la naturaleza, el carácter, el pensamiento, la imaginación o los sueños; sobre todo aquello que nos hace humanos, para bien y para mal. Recordó González, con su don para contar, que, como suele suceder, se ha aquilatado con el paso de los años, que Aristóteles, Shakespeare y Cervantes siguen tan vigentes como el día en que tomaron el calamus aquel y la pluma estos para narrarse a sí mismos y también a nosotros, que los leemos –¿?– muchos siglos después.

¿Estará esta universidad de ahora preparada para asumir el reto? ¿Estará la universidad de nuestros días dispuesta a hacerse cargo de formar profesionales, de cualquier área – incluso, mientras más técnica mejor– que tengan presente la condición humana? ¿Por qué no una lectura de Don Quijote como materia transversal para salir al mundo preparados para la aventura de vivir?

Tres días en Madrid. Tercera jornada


Tres días en Madrid. Tres días con las palabras. Tercera jornada. Con el buen sabor de boca que me dejó la visita a la sede de la Real Academia Española, sigo metida en harina lingüística. Le llega el turno a la investigación. Desde que vivo en la República Dominicana me he interesado por sus diccionarios. No son muchos, pero desde luego tienen mucha tela que cortar. En mi última jornada madrileña la UNED me acoge para presentar los resultados de la investigación que he venido realizando en los últimos años sobre el tratamiento del léxico de los dominicanos tanto en nuestros propios diccionarios como en los diccionarios que se dedican a registrar el léxico de toda la América de habla española.

En una intensa sesión se van desgranando uno a uno los diccionarios que alguna vez han descrito nuestras palabras, desde aquella deliciosa Tabla de Fray Pedro Simón de 1627 hasta el todavía pipiolo Diccionario del español dominicano, publicado en 2013. Repasar cómo están hechos los diccionarios, cómo funcionan, qué palabras contienen y qué nos dicen sobre esas palabras son tareas esenciales para los lexicógrafos. Por supuesto, no solo se trata de analizar los diccionarios contemporáneos, sino de conocer al dedillo de qué diccionarios venimos, cuáles son sus aciertos y cuáles son sus puntos débiles. El conocimiento de la historia de nuestra lengua nos ayuda a evaluar el contenido de los diccionarios; el conocimiento de la historia de nuestros diccionarios nos ayuda a mejorar nuestra técnica. No es solo una cuestión académica o investigadora: a mayor conocimiento de la lengua y a mejor técnica lexicográfica, mejores diccionarios. Y recuerden que los diccionarios no se construyen para los académicos, sino para los hablantes; para que los hablantes los consulten y, si es posible, para que les sean útiles a diario. Con este objetivo en la mira, un puñado de lexicógrafos nos reunimos en Madrid para compartir conocimientos y hallazgos que nos permitan hacer lo que más nos gusta hacer: diccionarios.